viernes, 19 de noviembre de 2010

Hoy alguien me pregunto como escribia.

Hoy alguien me pregunto como escribía. Le respondí que si no le habían enseñado eso en el colegio estaba en problemas. Se rio y me pregunto más específicamente como hacía para escribir las cosas que yo escribía. “Son raras, pero reales”, se limito a decir. Me dijo que estaba convencida que escritor se nacía. Yo le respondí que en mi limitada experiencia, ser escritor se soportaba. Me miro intrigada. Quise aclararlo diciendo “Es como padecer una enfermedad crónica, y cada vez que sufrimos un ataque vomitamos literatura. Quizá al día siguiente tenemos un cuento nuevo del que estar orgullosos, pero la noche anterior sufrimos los síntomas”. Por la cara que puso creo que no se lo aclare mucho. Así que escribí esto.

Empieza con una sensación física, un vacio casi tangible crece adentro nuestro, algo que muchos llaman melancolía o nostalgia. Todos sentimos esto alguna vez. La reacción lógica es contrarrestarlo; llenar el hueco con chocolates, distraernos mirando algo que no nos interese demasiado en la tele, cambiarnos y salir a bailar. Que lastima que nosotros no somos seres lógicos. En una mezcla entre curiosidad y masoquismo agrandamos aun más el agujero con nuestras manos desnudas, cortándonos con los bordes afilados que nos cubren por adentro a todos, enrollados como alambre de púa que aprendimos a tejer a medida que la gente nos lastimaba. Como esas capas de tierra de distintos colores que nos cuentan la historia de una montaña, nuestros pliegues nos cuentan la nuestra.

Mientras recorremos las marcas que otros nos fueron dejando sentimos el acero que las cubren en modo de defensa listo para perforar a cualquier intruso, y eso nos incluye a nosotros. Con las yemas de los dedos palpamos sus relieves, unos más afilados que otros: La primera vez que nuestros padres nos decepcionaron, que un amigo nos traiciono o nos dio la espalda, que nos dijeron “Ya no te amo, perdón”. Cada muralla más alta que la anterior, cada recuerdo más atrincherado que el último, cada anti-cuerpo más decidido a rechazarnos. “No te hagas esto” nos gritan, y no podemos odiarlos porque solo quieren protegernos. Pero aun así seguimos porque padecemos esta enfermedad de querer mirar adentro nuestro todas las noches, de hacer malabares con nuestros recuerdos más dolorosos para que no caigan al piso y se cubran de polvo, de recordarnos quienes somos compulsivamente por miedo a olvidarlo.

Después de un rato olvidamos que estábamos buscando y nos encontramos creando mundos en nuestras cabezas y luego haciéndolos colapsar como tristes maniquíes de prueba, solo para devolverlos a la vida una y otra vez. Recreando momentos de nuestra vida como fueron, y después como quisimos que hubieran sido, buscando el punto en que dimos un paso en falso. Somos arquitectos de fantasía y usamos oraciones en vez de ladrillos, incoherencias en vez de cemento, y recuerdos en lugar de columnas de hormigón. Por eso nuestros palacios son tan hermosos pero efímeros. En cuanto dejamos de sostenerlos se caen, pero no hay que preocuparse por eso, porque las horas pasan y el tiempo nos encuentra mirando fotos viejas o quizás cartas de alguien que nos quiso alguna vez y las usamos como materiales de construcción para hacer torres más altas y vacías, o camas más largas y solitarias.

Pero el punto de quiebre esta cerca y comenzamos a sentir arcadas. Nos da miedo perdernos en este laberinto que fuimos construyendo alrededor nuestro, y para peor nosotros quedamos en el centro. Necesitamos salir. Salir en tantas formas y de tantos lugares… Nos ponemos las zapatillas sin atarnos los cordones y escapamos por una ventana. El aire frio nos recuerda que hay un mundo afuera y llenamos nuestros pulmones con él. Empezamos a caminar frente a casas en las que gente tan distinta a nosotros duerme en paz. El huracán que hay en nuestra cabeza se deshilacha y nosotros tiramos de los hilos sueltos, descartando lo que no nos sirve. Seguimos caminando el tiempo que sea necesario para purgarnos de todo lo que creamos en estas últimas horas. Después de un rato nuestra cabeza pesa menos, y por poco entendemos lo que pasa por ella. Volvemos a nuestro cuarto, agarramos el cuaderno, nos metemos la lapicera hasta la garganta y vomitamos tinta.

Al día siguiente nos despertamos con una resaca de sueños rotos y las ruinas de un pueblo de papel entre nuestros dedos. Nos asomamos a la hoja que está en el escritorio y la leemos con los ojos de una persona cuerda ahora. La mayoría de las veces no tiene sentido ni para nosotros mismos. Otras veces es algo tan nuestro que la idea de que alguien más lo lea nos asusta. Pero cada tanto tiene algo de sentido. Entre los cadaveres de los muñecos a los que les dimos vida la noche anterior se esconde una historia, y eso es lo que vos terminas leyendo, cosas que quedaron de algo que nunca fuimos. Por eso te digo que en mi limitada experiencia ser escritor no se nace, se soporta.

Me asusta imaginar lo que tendrán que soportar los grandes escritores.